Montar en bicicleta
- José María Zamoro
- 10 sept 2018
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 7 mar 2023

Antes de que existiesen los equipos de resonancia magnética o las tomografías, gran parte de los descubrimientos sobre dónde se sitúan en el cerebro los centros de control del comportamiento se debieron a casualidades o accidentes. Es famoso el caso de Phineas Gage, un barrenero de líneas de ferrocarril en el siglo XIX, al que una barra de 3 cm de diámetro le atravesó el córtex prefrontal.
Aunque sobrevivió 12 años al accidente, su comportamiento posterior varió de forma radical, pasando de ser un trabajador ejemplar a convertirse en un empleado indolente y una persona maleducada y hasta procaz en la relación social. El seguimiento de su caso permitió a los médicos identificar esta zona del cerebro como aquella en la que se ubica la capacidad de mantener unas pautas de conducta o planificar.
En la memoria episódica almacenamos vivencias importantes, en la semántica lo que estudiamos y en la procedimental lo que se aprende por ejecución
Otro caso célebre es el de Henry Gustav Molaison, un enfermo de epilepsia al que le extirparon una porción del hipocampo con el objetivo de disminuir el número de ataques provocados por la enfermedad. Tras la operación se comprobó que, si bien se redujeron la frecuencia de los episodios que sufría, ahora era incapaz de retener nuevos recuerdos e incluso perdió algunos de los que tenía previamente a la intervención quirúrgica.
Varios neurólogos realizaron con él pruebas de psicomotricidad consistentes en que dibujara, sin mirar al papel, una estrella de forma repetida. Pese a que Molaison no recordaba haber llevado a cabo la actividad de un día para otro, sus resultados mejoraban en cada intento, lo que les llevó a pensar que existían diversos tipos de memoria y una de ellas -que estaría relacionada con el movimiento- no debió verse afectada por la amputación.
En la memoria episódica almacenamos vivencias importantes, en la semántica todo lo que estudiamos y en la procedimental lo que se aprende por ejecución -por ejemplo, a hablar o a montar en bicicleta- y parece ser que lo almacenado en ella es mucho más difícil de olvidar.
La razón fisiológica es que ésta última se ubica en el centro del cerebro, en los ganglios basales, una parte muy protegida dentro del cráneo e íntimamente unida a la región en la que se fijan los patrones del movimiento. En la zona donde está situada no se generan células nerviosas de manera tan habitual en los adultos, por lo que es menos probable que los recuerdos allí almacenados lleguen a perderse.
Los juegos formativos logran un recuerdo indeleble de lo aprendido
Los métodos experienciales de aprendizaje activan este tipo de memoria logrando un recuerdo indeleble de lo aprendido. Así es posible que, cierto tiempo después de haber participado en una dinámica formativa, una persona no recuerde los nombres de sus compañeros de equipo, pero sin duda recordará lo que hizo o dejó de hacer en ella.
Los juegos formativos utilizan elementos físicos que los participantes usan en la puesta en práctica de sus estrategias. La manipulación de estos elementos asocia su decisión a una dinámica, posibilitando recordar el comportamiento que la motivó y, lo que es más importante, las consecuencias de la acción: el aprendizaje que le proporcionó la experiencia.
Eso es también lo que hacemos cuando aprendemos a montar en bicicleta, cuando verbalizamos repetidamente o sentimos la necesidad de pasear mientras tratamos de memorizar algo importante.
El hecho de que los juegos se realicen además en un ambiente especialmente divertido, hace intervenir al sistema límbico, que es un conjunto de estructuras del encéfalo cuya función tiene que ver con las emociones y que afecta a procesos como la memorización y el aprendizaje, lo que también contribuye a fijar más eficazmente los conceptos transmitidos en la sesión formativa.
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